Qué difícil es reconocer que uno ha cometido un gran error, y encima de todo enfrentar las consecuencias inmediatas, cuando la voluntad está endeble y las emociones dialogan cada una en su lenguaje y nunca se ponen de acuerdo. Sí, me he equivocado muchas veces pero sólo hasta hoy puedo decir que fallé. Antes, no había sido yo responsable de los malos resultados en mis relaciones (llámense amigos, familia, pareja), pero esta vez debo admitir que nadie más que yo tiene la culpa de tan mala pasada. Y es que una se confunde... bueno, en realidad es el sentimentalismo lo que jode todo.
Cuando estás viviendo lo mejor, se te ocurre decir "me enamoré" o tal vez crees que te enamoraste... para el caso es lo mismo, pues mientras no descubras qué tan cierto es, por el camino vas metiendo la pata, diciendo y maldiciendo, hasta que te tropiezas con tus propias emociones; frenas cuando debes avanzar, y aceleras cuando lo razonable es quedarse estático.
Además, aunque haya buenas intenciones, nunca falta la hormona que te traiciona y entonces te transformas en eso que en la fantasía es equivalente a la bruja de Blancanieves: inocente y dulce por fuera, pero obsesiva y enferma de celos por dentro.
No hay justificación válida cuando actúas bajo el dominio de semejantes impulsos, porque al final de cuentas, aunque se trata de una reacción sensata, el resultado es lo que importa: tus sentimientos quedan en tela de juicio por tu dudosa madurez. Es decir, no puedes presumir de ser una gran persona y de dar lo mejor cuando en realidad sucede lo contrario (algunos lo llaman "celos absurdos").
Luego entonces, hay que pensar, entender qué es eso que sientes, por qué tienes determinadas actitudes; lo ideal sería no forzar, no esperar, respetar y jamás, nunca de los nuncas, condicionar el cariño, eso no es de amigos... así que ten cuidado o sufrirás las lentas y dolorosas consecuencias de exigir lo que no supiste dar.